domingo, 8 de julio de 2012

Disgusto


No me gusta cuando llueve,
cuando este clima me ofrece
cántaros de lamentos químicamente transformados
en líquido vital;
aquellos fragmentos transparentes
que caen de alturas libres
se me cuelan por la epidermis,
se me acumulan en las espaldas
y me ahogan.

Me saturan los chorros de átomos y moléculas

en una ráfaga invernal de una ciudad
a la que le soy indiferente,
en la cual mi ficticia desaparición
no haría subir la temperatura.

No me gusta cuando llueve

porque así como se empañan las ventanas
durante aquél fenómeno,
así también se humedece
toda mi existencia,
haciendo que el temor ante un naufragio
sea omnipresente.

Se me remueven las entrañas
al sentir que julio me cachetea el rostro y
me fuerza a reajustar mis horizontes,
a apretar mi mirada para no dejar pasar
ninguna luminosidad.
Y será quizás porque en estas épocas,
no siento la calidez de los cielos,
ni la libertad entrelazárseme por los pies
ni las ganas de andar alucinando con las nubes.
No me gusta cuando llueve
porque todo parece exagerado:
la frialdad es más helada,
la humedad más hostigante,
los vientos más cortantes
y los pasos más inciertos.

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